Wall Street para dummies

«El hombre es un lobo para el hombre».
Thomas Hobbes

Hay varios mitos sobre lo que ocurre al interior de Wall Street y quienes trabajan en su industria financiera. Está la figura de refinados caballeros, vestidos con trajes comprados por varios miles de euros en las casas de la moda de Milán, que pueden decidir la suerte de países enteros con una orden de compra, ganar decenas de millones de dólares en minutos y gastarlos en bares exclusivos donde beben cocteles exóticos adornados con diamantes.

También existe la versión de los ejércitos de nerds recién graduados de Economía, reclutados en las puertas de sus facultades, que no se despegan de las pantallas de sus computadores donde son espectadores de primera fila de las transacciones bursátiles, que consumen todo tipo de información económica (The Wall Street Journal es su Biblia; Bloomberg, su cuaderno de notas; Forbes, su guía inmobiliaria) y tienen el don de predecir qué activo crecerá hasta el punto de convertirse en una finita mina de oro (incluso, pueden proyectar su vida útil).

Otra versión se enfoca en los excesos de hombres sin escrúpulos, capaces de acostarse con diferentes cuerpos para saciar su apetito sexual, que pueden robarle el dinero a niños, ancianos, discapacitados y ciegos con tal de pagar sus próximas vacaciones en las islas Fidji, que organizan fiestas donde el postre principal es una larga lista de narcóticos y pueden comprar los países que sus colegas han destruido gracias al vasto flujo de caja que hacen con la valiosa información que les proveen sus ejércitos de nerds.

Ésa es la industria que el director neoyorquino Martin Scorsese retrata en su más reciente película, The Wolf of Wall Street. Basada en hechos reales:

El personaje central, interpretado por Leonardo DiCaprio, es un oscuro y mítico corredor de bolsa (trader) que vivió bajo las figuras anteriormente descritas: lujos, fiestas que culminaban en orgías, excesos, un esquema de operación que aseguraba ganancias constantes y una ambición desbordada. Su leyenda se ha propagado hasta el extremo de asegurar que inspiró la famosa frase de Gordon Gekko, el personaje principal del filme Wall Street (Oliver Stone, 1987): «La codicia es buena».

Su nombre, Jordan Belfort.

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/ Teinteresa.es

Quienes lo conocieron de niño nunca pensaron que él, oriundo del distrito neoyorquino de Bronx, hijo de dos contadores, llegara a acumular tal cantidad de dinero y de poder desaforado. Pero fue, precisamente, en aquellos años que fijó el destino que iba darle a su vida. Y todo por causa de una bicicleta todoterreno.

La historia, que se dio después de que su madre se rehusara a comprarla, fue recogida por Antonella Gambotto-Burke en un reportaje escrito para el diario británico The Daily Mail: «Ella me mostró el presupuesto familiar. Y aprendí un par de cosas, siendo la primera que si trabajas para alguien siempre vas a ser pobre. La segunda, que la educación no se recompensa con riqueza. Permanecer tranquilo y no tomar riesgos es un atajo a la pobreza».

Eso marcó su vida. A pesar de graduarse de Biología en la American University, Belfort inició su vida laboral como trader a finales de los años 80 en la firma L.F. Rotschild. Allí aprendió la forma de hacer dinero con acciones, cómo inflarlas y en qué momento venderlas para maximizar las ganancias y socializar las pérdidas entre los ingenuos accionistas. Ese momento, en el filme de Scorsese, es recreado por DiCaprio y el actor Matthew McConaughey.

Aquel conocimiento le bastó para fundar su propia firma, Stratton Oakmont.

Las presas del lobo

La compañía era, en esencia, un boiler room, un cuarto repleto de personas con un teléfono y un guión para leer. Su trabajo consistía en conseguir inversionistas dispuestos a apostar por compañías desconocidas, a punto de salir a la bolsa, bajo la promesa de un retorno extraordinario en cuestión de semanas. No importaba si la persona dispuesta a arriesgar su capital vivía en Nebraska y pretendía hacerse a una parte de una pyme en Vermontt, pues los dividendos le serían fielmente consignados en su cuenta bancaria.

En un libro posterior, el propio Belfort reveló su estilo motivacional: «¡Quiero que todo el mundo mire a la pequeña caja negra frente a ustedes! Se las deletrearé: T-E-L-É-F-O-N-O. ¿Y saben qué? ¡No se marca por sí sola!… Hasta que ustedes no entren en acción, no es nada más que un cascarón de plástico. Es como una M16 cargada sin un marine que jale el gatillo».

De esa forma, Belfort y sus asociados lograron convencer a un abultado grupo de pymes de tener un gran potencial, uno tan alto como para encontrar nuevos fondos en el mercado bursátil a través de emisiones públicas de acciones (IPO). Entre ellas destacó la fabricante de calzado Steve Madden (foto), una pequeña firma fundada en 1990 con US$1.100 que con el curso de los años logró conseguir ingresos superiores a los US$1.200 millones.

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/ Landmark Group

Sin embargo, entre ‘las afortunadas’ había nombres que no trascendieron la comunidad de negocios de su ciudad. Entre ellas: Hemesphere Biopharma, Dualstar Technologies, D.V.I. Financial, Paramount Financial, M. H. Meyerson & Co., Czech Industries, M.V.S.I. Technology, Questron Technologies y Etel Communications. En total, la firma lideró la salida a bolsa de 35 empresas en los primeros años de la década de 1990.

Pero detrás de todo esto se encontraba un esquema fraudulento diseñado para que sus creadores no pararan de hacerse ricos. Se llama pump and dumb y consiste en inflar artificialmente el precio de cada acción para, en su punto más alto, venderla y quedarse con todas las ganancias mientras se desinfla. Funciona de la siguiente forma: como por ley los brokers de la firma que estructura la IPO solo pueden adquirir una cantidad limitada de acciones, se las vendían a amigos para después recomprarlas por un precio mayor. De esa forma, la emisión era «pública» solo en su nombre, porque, en esencia, era controlada por la propia Stratton Oakmont.

En esta carrera, los clientes que ganaban con las primeras IPO guardaban lo mejor de su capital para nuevas emisiones y ayudaban a reclutar nuevos clientes entre sus contactos más cercanos. El precio, mientras tanto, seguía subiendo con las compras controladas y, en su punto más alto, se ejecutaban las órdenes de compra de los clientes. Allí, los ejecutivos vendían sus posiciones y se quedaban con la ganancia mientras el título, ahora enfrentado a la realidad del mercado, se desinflaba.

Los entristecidos inversionistas eran consolados por sus millonarios asesores bursátiles bajo la explicación de que la bolsa tenía ganadores y perdedores. Pero ellos podrían regresar al primer grupo con la próxima emisión.

Fiestas sin control

Entonces, el dinero fluía libremente. Cada negocio de este tipo le generaba a Stratton Oakmont ingresos superiores a los US$13 millones; de hecho, se dice que el propio Belfort una vez obtuvo alrededor de US$10 millones en tan solo tres minutos.

A ese ritmo, nuevos empleados eran contratados bajo la promesa de ganar más de US$1 millón al año y US$100.000 mensuales. Sus oficinas en Long Island, Nueva York, no tenían aviso exterior pero podían identificarse porque en la calle, frente a la puerta del edificio, sus empleados parqueaban sus autos de lujo: Porsche, Bentley, Rolls-Royce, Lamborghini, Ferrari y Mercedes-Benz.

Adentro, las oficinas (tenían, para 1993, alrededor de 300 empleados) se dividían por estratos: los cold callers, vestidos con trajes baratos, tenían la función principal de llamar y conseguir nuevos inversionistas; ellos se diferenciaban de los brokers, con trajes Armani y Hugo Boss, que estructuraban las IPO. El ritmo frenético de trabajo y la sensación de engaño hicieron de los excesos algo natural.

A medida que las exigencias de nuevos clientes se incrementaron, era normal que todo el mundo acudiera a las drogas para mantener el exigente ritmo de trabajo. Sus favoritos eran los qualudes (metacualona, en español), un sedante hipnótico, depresivo del sistema nervioso, considerado en la época como una droga recreativa. El propio Belfort las incluía en sus cocteles para evadir la realidad, los cuales incluían también morfina, oxicodona, Xanax (para controlar la ansiedad), Ambien (para evitar el insomnio), Prozac (para la depresión) y, por supuesto, cocaína.

Para controlar las hormonas disparadas, la firma acudía a las ‘Chicas de Gina’. «Eran la cereza del pastel, prostitutas que cobraban US$500 por hora –mujeres hermosas, atractivas porristas. Los jefes las ofrecían de acuerdo a nuestro rendimiento», reveló, años después, Josh Shapiro, un ex empleado, al tabloide NY Post.

Los excesos también se vivían al interior de las oficinas: a veces danzaban enanos, otras, chimpancés. En alguna ocasión una de las secretarias, con una larga cabellera rubia, se presentó en bikini a la oficina con la intención de cobrar a todo aquel que quisiera cortarle el cabello ( con los US$5.000 que obtuvo financió su operación de aumento de busto). Esas anécdotas son, de hecho, uno de los puntos fuertes de la película.

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/ Enfilme.com

Belfort, por su parte, gastó el dinero que recibía en lujos: prostitutas del más alto nivel, viajes en helicóptero, yates, vacaciones paradisiacas y vehículos. En su mejor momento logró una colección de 70 autos de lujo, inaugurada por un Ferrari blanco parecido al del protagonista de la serie de televisión Miami Vice.

De ellos el más curioso fue un Aston Martin Virage. Lo compró en plena temporada navideña, tras ingresar más de US$15 millones en una sola tarde y lo dotó de toda cantidad de artilugios al más puro estilo de James Bond: lanzadores de gas, aceite y de puntillas, un celular cuando estos eran un auténtico lujo, luces estroboscópicas para cegar a otros autos en una posible persecución y una placa que, con un botón, escondía el número de matrícula. Pero no duró mucho: su batería se fundió por sobrecarga. «Estaba aburrido, drogado y en las nubes», reconoció años después.

Todo ese estilo de vida se habría mantenido si la avaricia no hubiera cegado a Belfort y sus socios. O, en este caso, si sus empleados no hubieran llamado a Alabama en busca de nuevos inversionistas.

Castillo de naipes

Para 1995 era imposible ocultar el desencanto de los clientes engañados, el cual se hizo más evidente en el estado sureño cuando las llamadas denunciando el fraude comenzaron a acumularse en las oficinas de la Comisión de Valores.

Con ellas, el abogado Joe Borg, recién llegado al cargo de director, construyó su caso más ilustre. Conformó un equipo especial que se encargó de descubrir todo lo relacionado con la estafa, desde el modus operandi de Stratton Oakmont hasta el modelo de fraude. El FBI se interesó muy rápido por la investigación y la llevó hasta los estrados judiciales.

En cuestión de un año, el telón se cayó: la firma perdió su licencia ante la Asociación Nacional de Intermediarios de Valores, fue liquidada por orden judicial y Belfort, el genio detrás de la arquitectura, fue procesado por fraude y lavado de dinero (durante el juicio se conoció que, a través de la tía de su esposa, escondió fondos en bancos suizos). La novela concluyó en 2003 con el acusado aceptando su culpa, obligado a restituirles US$110 millones a los inversionistas engañados y condenado a pagar cuatro años de cárcel (por rebajas procesales y buena conducta, terminó pagando 22 meses).

Durante la pena, el protagonista de esta historia tuvo tiempo de pensar. De repasar los años turbulentos de su vida y aprender, forzosamente, de sus excesos. Ya una vez fuera, y obligado a girar el 50% de sus ingresos mensuales al fondo de reparación de víctimas, comenzó a dar charlas motivacionales. Y un día arrancó a escribir su historia.

«Tenía montones de apodos: Gordon Gekko, Don Corleone, Keyser Soze; incluso me llamaban El Rey. Pero de todos mi favorito era El lobo de Wall Street», le dijo Belfort, en 2008, a The Daily Mail. Ese es, precisamente, el título de su libro autobiográfico. Esa es la historia por la que Martin Scorsese pagó más de US$600.000 para llevarla al cine.

Hasta el momento, Belfort ha pagado a sus víctimas US$10,4 millones por la venta de sus propiedades, más otros US$5,3 millones originados en ventas de libros. Eso sin contar los más de US$130 millones recaudados por entradas para ver la película (se desconoce qué porcentaje irá al fondo).

Mientras tanto, desde su casa en Hermosa Beach, California, el lobo gasta sus horas recordando los buenos tiempos. Como en 1987, la última vez que recuerda haber vivido la plena felicidad: «Estaba haciendo US$30.000 al mes, que es demasiado para un chico de 23 años. Denise, mi primera esposa, y yo estábamos sentados en un muelle, mirando el agua. Recuerdo estar totalmente enamorado de ella en ese momento».

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/ Rex Features, vía

FILMOGRAFÍA
The Wolf of Wall Street (2013). Director: Martin Scorsese. Guión: Terence Winter, basado en el libro homónimo de Jordan Belfort. Con: Leonardo DiCaprio, Jonah Hill, Margot Robbie y Matthew McConaughey. Estados Unidos, 180 min.

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